ARTE
Y
FIGURA
POR “EL NOLO”
Continuamos con Libro “Antonio Bienvenida, El Arte del Toreo”, por José Luis Rodríguez Peral
Manolo Martínez
Nació en Monterrey, ciudad industrial y taurina del norte, donde el duende de Lorenzo Garza aparece siempre que se habla de toros en vez de producción y ventas.
Por tradición familiar debió haber sido un profesionista, o quizá catedrático universitario, ya que su padre llegó a Rector de la Universidad de Nuevo León. Pero Manolo sentía la vida de manera distinta. Un demonio de pasión, como lo calificó muchos años después un gran escritor taurino mexicano, debuta como novillero a los 14 años de edad, con el consiguiente disgusto familiar, y a los 18, en que el mítico Garza le da la alternativa en la misma Sultana del Norte al cederle a “Traficante” de Mimiahuapan, el mundo taurino saluda a una nueva figura del toreo.
Nunca defraudó, pues dentro y fuera del ruedo se comportó siempre como lo que era: un mandón de esta fiesta que renace cada vez que un joven torero demuestra tamaños para llenar las plazas.
Cuando los derrotistas auguraban el fin de las glorias taurinas mexicanas, llega Manolo a crear una nueva afición, jóvenes que apenas ayer empiezan a ver toros al conjuro de un nuevo ídolo, y que en su retirada sienten lo mismo que sintieron otros aficionados muchos más viejos en las de Gaona, “Armillita” o Garza, y declaran en la corrida de despedida: no vuelvo a la plaza.
Manolo logra todo eso y más a lo largo de una dilatada carrera profesional, en la que no por ser regiomontano se niega a pagar el altísimo precio pedido por la gloria taurina.
Las arenas de Bilbao y Cáceres en España saben de su generosa entrega con los toros, que provocó se tiñeran con su sangre, lo mismo que la de la Plaza México, donde desde la segunda novillada da el primer abono del gran tributo, y luego casi 9 años después, “Borrachón” de San Mateo le exige nada menos que la vida para cobrarse, pero él, con su tono bronco y altanero se niega a dársela.
Es un gran torero que sale a las plazas para imponerse a los toros, a los alternantes y al público, parte de una sociedad que a pesar de las inquietudes del posmodernismo no logra sustraerse a la emoción producida por una chicuelina de las suyas, la misma emoción que antes de la guerra mundial surgía ante las gaoneras, el molinete de rodillas o los cites garcistas.
¡Manolo, Manolo, y ya! Gritan aún sus partidarios, hasta que salga otro que, como él, logre expresar el arte inmortal del toreo, en edades aún más posmodernas que las nuestras.
Continuará… Olé y hasta la próxima.