Arte y Figura

El Nolo

Continuamos con Libro “La Tauromaquia en México” por Antonio Navarrete.

Dres. Javier Ibarra y José Rojo de la Vega

La llamada de la época heroica del toreo, – ¿Cómo, que en la actualidad no es heroica? Podría preguntar cualquier aficionado de buena cepa-, lo era, entre otras muchas cosas, debido a que el desarrollo de la medicina no había alcanzado el vigor presente. Sin antibióticos, las infecciones de las heridas grandes se presentaban casi sin excepción, y los medios para evitarlas o combatirlas venían a ser, a principios de siglo, los grandes descubrimientos de la época como el licor de Dakin, la tintura de yodo y el agua oxigenada.

En México, el Dr. Carlos Cuesta Baquero hizo lo que pudo con Montes en la Plaza México, antes de ser sustituido, ya en El Toreo, por el Dr. Francisco P. Millán, quien era auxiliado por dos médicos muy jóvenes, pero competentes y entusiastas, los Dres. Javier Ibarra y José Rojo de la Vega.

Ellos se hicieron cargo de la enfermería en 1925, a la muerte de su maestro, y para darse una idea de lo que suponía por esos años una herida por cuerno de toro, como dicen todavía los partes facultativos, basta solo con verlos durante su intervención a Carmelo, en las primeras horas de la noche, sirviéndose de un ayudante que sostenía un foco para iluminar el campo operatorio.

Años después su magisterio no pudo vencer el destino de Balderas, Félix Guzmán y “Joselillo”, pero siempre al día, usaron la penicilina por primera vez en una cornada en 1944, para salvar a Luis Briones de la mortal meningitis, cuando “Rondinero” de La Laguna le metió la punta del pitón por un parpado y le fracturó la base del cráneo, al echarse el capote a la espalda.

También salvaron a “El Soldado” cuando en estado agónico entró en la enfermería mientras la sangre y la vida se les escapaba a chorros por la femoral partida. “Manolete” no supuso para ellos mayor problema, salvo que la gran fama del herido hizo que el mundo taurino entero estuviera pendiente de su labor.

Salvaron también a Solórzano, el Chato Guzmán, “Lecherito” y tantos más, quienes siempre consideraron que caer en sus manos había sido previsto por Dios. Hoy hay otros, que manejan estupendamente los últimos adelantos de la ciencia médica, pero ellos fueron los maestros, los descubridores, los iluminados, quienes salvaban la vida de los toreros en una época, aún reciente, en que matar toros, igual que ahora, resulta una actividad de gran peligro, propia solo de quien no se quiere demasiado a sí mismo y considera a la vida nada más que el más emocionante de los juegos.

Continuará… Olé y hasta la próxima.